martes, 29 de junio de 2010

HACIA UN AMOR MADURO

A todos nos ha pasado alguna vez que al comenzar una relación de pareja, las
virtudes de nuestro nuevo compañero son exaltadas en su máxima potencia.
Vivimos pendientes de él o ella, arrojamos fuera de nosotros cualquier conversación
interna que no esté vinculada a nuestro enamorado, compramos regalos, cambiamos
de vestuario, de peinado, de dietas; frecuentamos menos a nuestras amistades, y
agotamos todo nuestro tiempo en recordar y evocar el próximo encuentro.

Todo gira alrededor de ese nuevo “ser” magno que parece reflejar la exactitud
de nuestra búsqueda, la pieza perfecta que encaja en nuestro rompecabezas.

Conforme pasa el tiempo, las cosas comienzan a cambiar. Por alguna extraña
razón, ya no vemos en nuestra pareja los mismos colores, brilla menos, hasta a
veces parece volverse opaco, y los amigos comienzan a ocupar un nuevo lugar en
nuestras vidas: son los oídos que prestan atención a lo que nos sucede en el
terreno amoroso.

Los pies fríos sobre nuestras piernas que antes queríamos abrigar, ahora,
fastidian, los encuentros se reducen a saludos convencionales, el invierno se
ha instalado entre nosotros y nadie se atreve encender la chimenea.

La mayoría de las parejas pasan por estas fases, por este tobogán de emociones,
comienzan en la cima, durante el enamoramiento, con un descentramiento del YO
que nos hace perder la noción de quienes somos, y de quién es el otro y
en este proceso “nuestra pareja” es lo que nosotros queremos ver. Más tarde, la
pasión serena sus aguas y da paso al Amor, un sentimiento profundo; diferente
al enamoramiento, que es simplemente un estado de ilusión que nos permite
acercarnos sin defensas al OTRO.

Pero este segundo peldaño en la relación no es menos poderoso que el primero,
por el contrario, es el más agudo y complejo; sin embargo muchas veces
descuidado.

En distintos escenarios cotidianos se pueden escuchar voces de hombres y
mujeres reclamando la falta de “cariño, comprensión, escucha, tiempo” de sus
parejas. Los encuentros sexuales que en el pasado eran una fiesta, en la
actualidad son esporádicos u obligaciones, se han perdido las “ganas”, lo mismo
que ayer era propio, hoy es ajeno.

¿Qué ha sucedido? ¿Hemos dejado entrar a nuestro vínculo a ese crucial huésped
que llaman rutina? ¿Cómo se ha infiltrado en nuestra intimidad? ¿Por qué
suceden estas cosas? ¿Acaso no seríamos felices y comeríamos perdices como en
los cuentos?

En la mayoría de los cuentos, el tiempo es una constante variable, que es
vivida como tal por el autor, pero en la vida real, los protagonistas le
asignan al tiempo un carácter atemporal, eterno; donde siempre hay tiempo para
perderlo o postergar, que es en otras palabras lo mismo.

Las parejas compran esta creencia y se adentran a caminar en forma automática,
prometiéndose en cada milagroso y fugaz despertar, que al día siguiente harán
algo distinto para recuperar “la chispa” pero esas son sólo bonitas ideas. Lo
cotidiano tira más que el deseo que hacer algo diferente.

Ese OTRO que hemos elegido, se ha vuelto parte de nuestro andar, tan común, tan
conocido, tan previsible, que nos damos el gusto de perder la capacidad de
asombro y la de asombrarnos. Está ahí cocinando o tal vez mirando televisión. Y
estamos seguros de que ahí se quedará, que si decide irse, será tan sólo unos
metros, que regresará siempre; construimos certezas que nos hacen perder la
necesidad de cuidar lo conquistado, porque ya es nuestro.

Y la Rutina se establece como amo y señor de nuestro presente. Pero ¿qué es la
rutina? ¿Es algo externo que como una bacteria viene a contaminar el
lazo?

La rutina no es más ni menos que el desinterés con el que elegimos
relacionarnos. El descuido que empeñamos en comunicar; el desdén con el que
tratamos lo que amamos. La falsa seguridad que experimentamos, “ya tenemos lo
que queremos”, nos hace cometer el mayor de los errores: La desidia.
Nos relajamos absurdamente, bajamos nuestras guardias, y dormimos sobre los
laureles.

No es un hecho que debamos perder lo que tenemos para saber su valor, podemos
reconocerlo aún teniéndolo. Todo es cuestión de compromiso, éste último
entendido como la capacidad de elegir algo, declarar que eso queremos para
nosotros y hacer que eso ocurra en el momento que dije que ocurriría.
Descuidar a quien a amamos, es de alguna manera una forma de romper un acuerdo
con nuestra propia elección, es olvidarse que en algún tiempo lo elegimos para
nuestra vida.

La invitación es a despertar, a recordar que ese OTRO que está a nuestro lado,
está ahí porque nosotros quisimos que así fuera, y si eso fue hecho del
corazón, ¿por qué ahora, hay momentos en los que nos parece extraño? No ha
dejado de ser su esencia, nuestros lentes se han empañado por la indiferencia;
salir a buscar fuera de la pareja la “novedad” no resolverá el conflicto de la
“rutina”. La cotidianidad es nuestro modo de operar y relacionarnos.

Hasta que no sepamos observar esto, todo carecerá en algún punto de sentido. La
búsqueda será eterna, y nada resultará satisfactorio. La vida que queremos está
en nuestras manos; ¿Pero qué hacer de distinto para que Cupido no se vengue de
nosotros? Gran pregunta, simple respuesta, aunque no fácil de practicar.

Lo primero que propongo es “aprender a desaprender” todas aquellas creencias
que vivimos como certezas en relación al amor y que nos convierten en un
“observador inocente e ingenuo”, me refiero a toda esa sucesión de dependencia
a la que estamos acostumbrados desde pequeños. Canciones de amor de apego,
desilusión, sacrificios, novelas de traiciones, infidelidades, rechazo, amantes
humillados gozosos del insulto, perdones a medias, locura, suicidio. Nada de
esto tiene que ver con el Amor. Al menos, no con su esencia. Esto es lo que
supimos conseguir. Lo que creímos, aprendimos, compartimos. Pero existe una
clase de Amor, tal vez, menos digna de inspiración para los poetas; pero mucho
más digna para la fragilidad de la vida que sostenemos: Es el Amor Maduro.

La cabal comprensión de que cuando me enamoro de alguien inicio un proceso de
aprendizaje rico en experiencias; que somos dos al encuentro, con todo lo que
implica “dos”, que lejos está de similitud, y muy cerca de variedad.

El primer tiempo como anteriormente lo describí, es un torbellino fugaz y necesario, para que
las corazas con las que actúo en el mundo se flexibilicen y dejen entrar a ese
“extraño” a mi vida; sin ese permiso el encuentro sería casi imposible; la
mayoría de las veces los hombres rechazan sistemáticamente lo diferente. Luego,
cuando la marea se retira florece el sentimiento. Lo de antes era una pasión.

Cuando uno genera una relación madura de amor, la pareja es un punto importante
en la vida del individuo pero no es la vida en sí misma. Cada uno tiene su
poder personal, sus sueños, sus metas, sus pensamientos, cada uno es frente al
otro: un mundo, un misterio; que se encuentran, y que coinciden. En el amor
maduro, el individuo crece como persona, la relación es un espacio de
aprendizaje, y experiencias, una oportunidad para desarrollar las fortalezas, y
aceptar las debilidades. Caminar de la mano de un amor maduro, abre las puertas
del autoconocimiento y la empatía. Desarrolla nuestras habilidades sociales y
nos predispone al desarrollo de nuestra inteligencia emocional. El encuentro
con ese otro nos ilumina, nos recuerda que para amar, primero debo experimentar
en y hacía mí ese sentimiento; cuando eso sucede, lo que comparto es amor,
autenticidad y honestidad. Compartir es una forma de multiplicar lo que
tenemos. Sólo compartiendo podemos extender la luz que somos.

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